"Un día se me terminaron los calmantes, y ella, antes de irse de compras, me dio uno de otra marca que tenía el mismo principio activo, y comencé a encontrarme mal, una sensación angustiosa e indescriptible, una intensa ansiedad se apoderó de mí, no había manera de escapar de ella, er como estar prisionero no en tu cuerpo sino en el centro de tu mente, tuve verdaderos deseos de romper el cristal y tirarme desde el piso 19 fruto de lo que técnicamente se llama una reacción paradójica al medicamento, (...) momentos que me dieron a entender que ese estado de angustia es el lugar más inhóspito en el que había estado jamás"
NOCILLA LAB
NOCILLA LAB
de Agustín Fernández Mallo
JOHN FORBES NASH, A BEAUTIFUL MIND
Premio Nobel de Economía 1994
"Los avances de la ciencia ayudarán a disminuir el estigma de las enfermedades mentales, como ya ocurrió con otros males, como las úlceras de estómago, que se pensaban que eran psicosomáticas y luego se descubrió que era una bacteria que se trata con antibióticos".
Madrid, 2008
LOU MARINOFF, MÁS PLATÓN, MENOS PROZAC
Pionero del movimiento de la Filosofía Práctica
"Es evidente que las personas que padecen una depresión crónica sufren por culpa de su depresión, la cual puede estar causada a su vez por un problema en su química cerebral, de modo que no pueden eliminar el sufrimiento valiéndose sólo de su fuerza de voluntad. En este caso, el sufrimiento quizá se vea aliviado mediante un medicamento. Esta clase de sufrimiento es el equivalente de un "dolor de cerebro", pues tiene un origen a todas luces físico. "
Pregúntale a Platón (2002)
LITIO CON "L" DE LITERATURA
A los 23 años, en 1833, trató de quitarse la vida. Siete años más tarde, vivió una de sus épocas más felices y creativas. En 1844, cayó de nuevo en la más profunda depresión. Cuatro años después, volvía a estar alto, es decir, en otra etapa de euforia. Y en 1854 trató de suicidarse otra vez tirándose al río Rin, aunque le rescataron. Entonces fue internado en un psiquiátrico donde murió dos años después de una inanición que él mismo se impuso. ¿Sabes de quién se trata? Del compositor Robert Schumann.
Los altibajos de su vida describen muy bien la enfermedad maníaco-depresiva, más conocida como trastorno bipolar por el hecho de arrojar al individuo desde la genialidad hasta la apatía más absoluta.
Samuel Beckett, Scott Fitzgerald, Virginia Woolf,
Ernest Hemingway y Lord Byron
sufrieron a lo largo de sus vidas algún episodio de trastorno bipolar
que a la Woolf y Hemingway les llevó al suicidio,
igual que a Kurt Cobain (vocalista de Nirvana), una de cuyas canciones más famosas lleva por título Lithium.
Si escuchas esta canción a todo volumen, si dejas que el ruido ensordecedor desdibuje tu cerebro, si te sumerges en la ola de sus vibraciones y paladeas cada palabra, entonces tal vez empieces a comprender qué es lo que los psiquiatras tratan de "estabilizar" mediante la administración de ese fármaco, el litio, a los pacientes cuyas mentes luchan por mantenerse a flote en medio del temporal.
AFESA CELEBRA SU XIX ANIVERSARIO
PLAN ESTRATÉGICO DE SALUD MENTAL EN MADRID
COMPAÑEROS DE VIAJE
Un relato de Olaya Ferrer
La asociación de familiares de enfermos mentales de Asturias celebra el viernes 18 de junio en Gijón su XIX aniversario con un programa que plantea temas como la visibilidad de la enfermedad mental.
Por la tarde se proyectará el documental Solo, que contará con la presencia de su director Vicente Rubio
Por la tarde se proyectará el documental Solo, que contará con la presencia de su director Vicente Rubio
PLAN ESTRATÉGICO DE SALUD MENTAL EN MADRID
La Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, presentó el pasado miércoles el nuevo Plan Estratégico de Salud Mental 2010-2014 que comprende, entre otras medidas, la integración de la asistencia de la Salud Mental con las demás especialidades sanitarias, luchando contra el estigma asociado a esta enfermedad.
También explicó que refuerza la lucha contra el estigma asociado a la enfermedad mental, y "favorece el respeto y dignidad con el que deben ser considerados los pacientes, igual que cualquier otro enfermo. Implanta un sistema de vigilancia epidemiológica y de formación para los médicos y enfermeros, para prevenir los casos de suicidio y garantizar la máxima seguridad de los pacientes".
Y entre sus novedades, el nuevo plan permite la libre elección del especialista en Psiquiatría que más confianza dé a los enfermos y, además, ofrecerá mayor asesoramiento y apoyo para una adecuada convivencia en los hogares en los que hay una persona enferma, a través del programa 'Cuidar al Cuidador', diferenciando el tratamiento de los niños y adolescentes del de los adultos, pues sus necesidades son distintas.
El plan prevé también un incremento en la capacidad asistencial mediante la concertación de 200 nuevas camas en Unidades de de larga estancia a lo largo de 2010 y 2011. También se consolidan y potencian los programas y unidades especiales para trastornos de la conducta alimentaria, trastornos de la personalidad, enfermos mentales sin hogar, con autismo, personas sordas, discapacitados intelectuales, víctimas de violencia de género y menores en riesgo psíquico por maltrato.
Otro de los principios del plan establece intensificar la coordinación interinstitucional dentro de la Consejería de Sanidad -con Atención Primaria y Agencia Antidroga-, otras Consejerías -Familia y Asuntos Sociales-, otras administraciones -Ayuntamiento de Madrid- y diferentes colectivos de pacientes y sus familiares.
Otro de los principios del plan establece intensificar la coordinación interinstitucional dentro de la Consejería de Sanidad -con Atención Primaria y Agencia Antidroga-, otras Consejerías -Familia y Asuntos Sociales-, otras administraciones -Ayuntamiento de Madrid- y diferentes colectivos de pacientes y sus familiares.
COMPAÑEROS DE VIAJE
Un relato de Olaya Ferrer
I
Caminas por una playa de fina arena, el sol acaricia tibiamente tu piel, el mar te arrulla. Respiras hondo y una intensa sensación de plenitud asciende desde tu estómago.
Poco a poco el murmullo del mar se hace más y más intenso y se agudiza hasta convertirse en un runrún molesto y desagradable.
No es el mar el que martillea ahora tus oídos. El despertador de la mesilla de noche ha comenzado a sonar apartándote bruscamente de aquel idílico paraíso. Estiras el brazo derecho y pulsas el botón.
Bostezas mientras te despides perezosamente de tan bello sueño y empiezas a tomar contacto con la realidad.
A tientas buscas el interruptor de la lamparilla y, tras escuchar el conocido “clic”, abres los ojos con prevención y diriges una rápida mirada al reloj.
Si quieres comenzar el día con tranquilidad, en este preciso momento apartarás la manta que te ha cubierto durante la noche, te pondrás en pie y respirarás hondamente tres veces consecutivas.
Tras estas palabras, silencio. Fin de la grabación.
Tal vez la doctora me diría que ahora me conviene escuchar la grabación número 2 que lleva por título “Visualización positiva del propio individuo en acción”. Pero, ¡no!... hoy no estoy para esas chorradas; lo que necesito es quedarme aquí muy quieta, bien arropada, refugiada entre las sábanas. Seguro que así consigo frenar este temblor que me recorre de pies a cabeza y hace que los dientes me castañeteen sin control.
Me pregunto qué hora será. ¿Y media? Pues ahora sí que la he liado. Ya no me da tiempo, no, ¡qué va! Ni de broma alcanzo a coger el autocar... ¡y es la segunda vez este mes!
¡Uf! Lo que faltaba, mamá está dando golpecitos en la puerta del dormitorio y recordándome que se me ha hecho tarde. ¡Cómo si yo no lo supiera! Le grito que no me encuentro bien; que me deje descansar.
Como era de esperar el caso que me hace es nulo y, muy despacito, abre la puerta. Me pregunta qué me pasa, pero, ¿cómo voy a contestarle? ¡Si yo misma lo supiera! Le repito que me encuentro mal y que me duele mucho la cabeza y, tras estas palabras, oigo algo así como un suspiro reprimido y tras él… ¡llega la transformación!
Mi madre de pronto ya no es mi madre, sino la “super-mamá” de mis horas bajas. Decidida, sube la persiana mientras comenta el tiempo, apaga la luz de la lamparilla y afirma con rotundidad, mientras abandona la habitación y va dejando que su voz se apague en el pasillo, que lo que yo necesito es un buen desayuno.
Mientras oigo el ruido de las cacerolas y el microondas me arrebujo en la manta, cierro los ojos y me esfuerzo en dejar de sentir ese “come-come” que me roe las entrañas y me enmaraña las ideas. Inútil. Cuanto mayor es el esfuerzo, más crece esa ola de malestar que sacude mi cuerpo.
Siento miedo. Conozco esta sensación y me asusta que no sea algo pasajero, sino el preámbulo de uno de esos paréntesis de oscuridad que han ido jalonando mi vida.
¡Ojalá ese miedo, que me asusta por lo que es y por lo que podría ser, pudiera deshacerse en tibias lágrimas como las que ahora se deslizan calladamente por mis mejillas!
II
Mi nombre es Olaya Martín Folgueiras. Llegué al mundo en medio de la convulsión de un país que luchaba por conservar sus recién conseguidas libertades frente a otros compatriotas que veían en aquellos cambios el fin de su amada patria. Mi madre siempre dice que mis fuertes convicciones democráticas no son producto de mis experiencias vitales, sino de las prenatales, pues mi alumbramiento coincidió en el tiempo con la famosa frase del entonces Teniente Coronel Antonio Tejero, “Todos al suelo”.
Mi segundo nacimiento tuvo lugar en el verano del año 2006, cuando gran parte de los asturianos prestaban más atención a las evoluciones del “guaje” en los circuitos automovilísticos que a las controvertidas decisiones del presidente Zapatero y el aborto, al grito de “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, se había convertido en una forma más de intentar enmendar el destino. ¡Lástima que aún no se hubiera hecho sonar en las calles el slogan “Nosotros vivimos, nosotros decidimos”!
Cuando abrí los ojos por primera vez lo hice en el seno de una de esas familias que hoy en día se denominan “estructuradas”. Mi llegada era esperada con ilusión por mis padres y mis dos hermanas mayores, quienes desde el principio vieron en mí a una hija con reminiscencias de la muñeca Barbie con la que hasta no hacía mucho habían jugado.
Con el transcurrir de los años el perfil de la familia Martín fue cambiando. Las dos hijas mayores se independizaron y la figura paterna fue brutalmente sustituida por la materna tras un absurdo accidente que dejó a mi padre tendido en la carretera nacional 634 una lluviosa mañana de 1993, mientras en la casa se preparaba su comida favorita, una fabada “auténticamente asturiana”, como él solía llamarla.
Tras llorar ininterrumpidamente durante varios días, mamá se secó las últimas lágrimas y, con los ojos aún enrojecidos, asumió las funciones de papá al frente de la empresa familiar. Una vez más demostró ser una mujer fuerte e inteligente, poco dispuesta a resignarse a dejarse aplastar bajo el peso de la adversidad.
Yo, menos fuerte e inteligente, y falta aún de toda experiencia, no supe qué hacer ante aquella pérdida que tantos sentimientos nuevos me provocaba. Sentí por primera vez ese intenso dolor que se clava como una lanza en la boca del estómago y hace de la respiración un proceso consciente y fatigoso.
Muchos atribuyeron a mi condición de huérfana la mirada lánguida y el carácter introvertido que iba haciéndose más y más acusado a medida que abandonaba la pubertad y entraba de lleno en ese período tormentoso que los adultos denominan adolescencia. Lo creían porque desconocían la existencia del gusanillo que habitaba en mi estómago.
Mi relación con aquel parásito era ya por aquel tiempo antigua y turbulenta. De hecho nunca he podido recordar el momento en que irrumpió en mi vida, aunque creo que ya estaba presente cuando al preguntarme la señorita Berta las tablas de multiplicar, yo confundía la del 7 con la del 2 o la del 4 con la del 9 a pesar de haber estudiado con ahínco la tarde anterior.
Era el mío un gusanillo ruidoso y peleón al que le gustaba hacerse sentir. Continuamente se entretenía tensando mis músculos, debilitando mis iniciativas o interfiriendo en mi pensamiento. Era realmente molesto.
En mi lucha contra sus ataques descubrí una forma de acallarlo. Cada vez que yo me sumergía en la historia de Ana Karenina, Daniel el Mochuelo, Supermán o cualquier otro personaje literario o cinematográfico, el parásito, falto de interés, se enrollaba sobre sí mismo y permanecía así, quieto y en silencio, hasta que el relato se acababa y él recobraba su habitual vitalidad. De este modo el gusanillo y yo nos las arreglamos para convivir durante algunos años.
Yo crecí y me convertí en una mujer apocada y apática. Con más pena que gloria completé mi carrera universitaria y en ese momento en que debía despedirme de la vida estudiantil y enfrentarme por primera vez al mundo laboral, fue cuando caí en la cuenta de que también él había ido cambiando a lo largo de los años.
Físicamente el parásito había crecido y desarrollado fuertes garfios y ventosas con los que se aferraba con más fuerza a mi estómago. Pero lo más sobresaliente atañía no a su aspecto, sino a sus nuevas cualidades y capacidades. Había llegado a ser extraordinariamente observador y crítico; continuamente analizaba y contrastaba rasgos de mi personalidad y mi cuerpo con los de quienes nos rodeaban. Tenía además dotes adivinatorias que le permitían conocer la opinión que otros tenían sobre mí sin necesidad de oírsela expresar y podía anticipar mis futuros fracasos incluso antes de que yo hubiese tomado iniciativa alguna. En cuanto a su voz, era ésta un murmullo constante que martilleaba mi cerebro y se superponía a mi propio pensamiento desdibujando los límites entre mis propias ideas y las suyas.
Me di cuenta por primera vez de que no era yo quien llevaba las riendas de mi vida y decidida a recuperarlas me entregue a una lucha cuerpo a cuerpo contra el usurpador. Estaba dispuesta a aniquilarlo y alejarlo para siempre de mí, pero mi oponente, que se había alimentado de mis miedos e inseguridades durante tanto tiempo, no estaba dispuesto a dejarse vencer.
Mi primera estrategia consistió en intentar neutralizarlo recurriendo una vez más a la ficción. Durante días enteros me entregué por completo a la lectura y al cine. En un principio, el plan pareció dar resultado, el gusano se mantenía quieto y silencioso, pero al cabo de algunas semanas comenzó a moverse, primero con suavidad, después bruscamente. Lastimaba con sus sacudidas todo mi cuerpo. El dolor se extendía por piernas y brazos, se agudizaba en el estómago, dificultaba mi respiración y se hacía insoportable en mi cabeza. El parásito había ganado la primera batalla.
Era evidente que me enfrentaba a un enemigo atroz y despiadado que no se dejaba engañar por ardides y estratagemas. Me dispuse entonces a combatirlo a pecho descubierto. Escuchaba con atención su murmullo e intentaba rebatirle uno a uno cada argumento. Nos enzarzábamos en disputas sin fin que a mí me debilitaban y a él parecían divertirle y pervertirlo.
Las semanas pasadas íntegramente en mi cuarto, sin contacto con otro ser humano que mi madre, a la que gritaba cada vez que interrumpía mi lucha contra el parásito, habían resultado infructuosas. El gusano seguía golpeando mi cuerpo con sus continuos movimientos e imbuyendo en mi cerebro sus ideas acerca de la vida y del papel que a mí me tocaba jugar en ella.
Me repetía que yo era un ser inferior, carente de valores morales, incapaz de amar sinceramente y extremadamente débil; tanto que ni siquiera había sido capaz de dirigir mi propia existencia. ¡Claro que la vida podía ser bella, pero no para alguien que como yo había perdido la capacidad de ilusión!
Alguien de mi condición sólo podía ser un estorbo, un borrón de la humanidad. Estaba destinada a destruir a cuantos me quisiesen; bastaba ver el dolor y la preocupación en la cara de mamá para confirmarlo. Pero estaba en mi mano evitarlo si es que, por una sola vez, conseguía hacer lo correcto.
Exhausta. Desilusionada. Vulnerable. Inútil. Sin horizontes. Así era yo el día 30 de agosto del año 2006 cuando supe que había llegado el momento de quemar mi último cartucho y demostrarme a mí misma que aún conservaba cierta dignidad.
Mi segundo nacimiento tuvo lugar en el verano del año 2006, cuando gran parte de los asturianos prestaban más atención a las evoluciones del “guaje” en los circuitos automovilísticos que a las controvertidas decisiones del presidente Zapatero y el aborto, al grito de “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, se había convertido en una forma más de intentar enmendar el destino. ¡Lástima que aún no se hubiera hecho sonar en las calles el slogan “Nosotros vivimos, nosotros decidimos”!
Cuando abrí los ojos por primera vez lo hice en el seno de una de esas familias que hoy en día se denominan “estructuradas”. Mi llegada era esperada con ilusión por mis padres y mis dos hermanas mayores, quienes desde el principio vieron en mí a una hija con reminiscencias de la muñeca Barbie con la que hasta no hacía mucho habían jugado.
Con el transcurrir de los años el perfil de la familia Martín fue cambiando. Las dos hijas mayores se independizaron y la figura paterna fue brutalmente sustituida por la materna tras un absurdo accidente que dejó a mi padre tendido en la carretera nacional 634 una lluviosa mañana de 1993, mientras en la casa se preparaba su comida favorita, una fabada “auténticamente asturiana”, como él solía llamarla.
Tras llorar ininterrumpidamente durante varios días, mamá se secó las últimas lágrimas y, con los ojos aún enrojecidos, asumió las funciones de papá al frente de la empresa familiar. Una vez más demostró ser una mujer fuerte e inteligente, poco dispuesta a resignarse a dejarse aplastar bajo el peso de la adversidad.
Yo, menos fuerte e inteligente, y falta aún de toda experiencia, no supe qué hacer ante aquella pérdida que tantos sentimientos nuevos me provocaba. Sentí por primera vez ese intenso dolor que se clava como una lanza en la boca del estómago y hace de la respiración un proceso consciente y fatigoso.
Muchos atribuyeron a mi condición de huérfana la mirada lánguida y el carácter introvertido que iba haciéndose más y más acusado a medida que abandonaba la pubertad y entraba de lleno en ese período tormentoso que los adultos denominan adolescencia. Lo creían porque desconocían la existencia del gusanillo que habitaba en mi estómago.
Mi relación con aquel parásito era ya por aquel tiempo antigua y turbulenta. De hecho nunca he podido recordar el momento en que irrumpió en mi vida, aunque creo que ya estaba presente cuando al preguntarme la señorita Berta las tablas de multiplicar, yo confundía la del 7 con la del 2 o la del 4 con la del 9 a pesar de haber estudiado con ahínco la tarde anterior.
Era el mío un gusanillo ruidoso y peleón al que le gustaba hacerse sentir. Continuamente se entretenía tensando mis músculos, debilitando mis iniciativas o interfiriendo en mi pensamiento. Era realmente molesto.
En mi lucha contra sus ataques descubrí una forma de acallarlo. Cada vez que yo me sumergía en la historia de Ana Karenina, Daniel el Mochuelo, Supermán o cualquier otro personaje literario o cinematográfico, el parásito, falto de interés, se enrollaba sobre sí mismo y permanecía así, quieto y en silencio, hasta que el relato se acababa y él recobraba su habitual vitalidad. De este modo el gusanillo y yo nos las arreglamos para convivir durante algunos años.
Yo crecí y me convertí en una mujer apocada y apática. Con más pena que gloria completé mi carrera universitaria y en ese momento en que debía despedirme de la vida estudiantil y enfrentarme por primera vez al mundo laboral, fue cuando caí en la cuenta de que también él había ido cambiando a lo largo de los años.
Físicamente el parásito había crecido y desarrollado fuertes garfios y ventosas con los que se aferraba con más fuerza a mi estómago. Pero lo más sobresaliente atañía no a su aspecto, sino a sus nuevas cualidades y capacidades. Había llegado a ser extraordinariamente observador y crítico; continuamente analizaba y contrastaba rasgos de mi personalidad y mi cuerpo con los de quienes nos rodeaban. Tenía además dotes adivinatorias que le permitían conocer la opinión que otros tenían sobre mí sin necesidad de oírsela expresar y podía anticipar mis futuros fracasos incluso antes de que yo hubiese tomado iniciativa alguna. En cuanto a su voz, era ésta un murmullo constante que martilleaba mi cerebro y se superponía a mi propio pensamiento desdibujando los límites entre mis propias ideas y las suyas.
Me di cuenta por primera vez de que no era yo quien llevaba las riendas de mi vida y decidida a recuperarlas me entregue a una lucha cuerpo a cuerpo contra el usurpador. Estaba dispuesta a aniquilarlo y alejarlo para siempre de mí, pero mi oponente, que se había alimentado de mis miedos e inseguridades durante tanto tiempo, no estaba dispuesto a dejarse vencer.
Mi primera estrategia consistió en intentar neutralizarlo recurriendo una vez más a la ficción. Durante días enteros me entregué por completo a la lectura y al cine. En un principio, el plan pareció dar resultado, el gusano se mantenía quieto y silencioso, pero al cabo de algunas semanas comenzó a moverse, primero con suavidad, después bruscamente. Lastimaba con sus sacudidas todo mi cuerpo. El dolor se extendía por piernas y brazos, se agudizaba en el estómago, dificultaba mi respiración y se hacía insoportable en mi cabeza. El parásito había ganado la primera batalla.
Era evidente que me enfrentaba a un enemigo atroz y despiadado que no se dejaba engañar por ardides y estratagemas. Me dispuse entonces a combatirlo a pecho descubierto. Escuchaba con atención su murmullo e intentaba rebatirle uno a uno cada argumento. Nos enzarzábamos en disputas sin fin que a mí me debilitaban y a él parecían divertirle y pervertirlo.
Las semanas pasadas íntegramente en mi cuarto, sin contacto con otro ser humano que mi madre, a la que gritaba cada vez que interrumpía mi lucha contra el parásito, habían resultado infructuosas. El gusano seguía golpeando mi cuerpo con sus continuos movimientos e imbuyendo en mi cerebro sus ideas acerca de la vida y del papel que a mí me tocaba jugar en ella.
Me repetía que yo era un ser inferior, carente de valores morales, incapaz de amar sinceramente y extremadamente débil; tanto que ni siquiera había sido capaz de dirigir mi propia existencia. ¡Claro que la vida podía ser bella, pero no para alguien que como yo había perdido la capacidad de ilusión!
Alguien de mi condición sólo podía ser un estorbo, un borrón de la humanidad. Estaba destinada a destruir a cuantos me quisiesen; bastaba ver el dolor y la preocupación en la cara de mamá para confirmarlo. Pero estaba en mi mano evitarlo si es que, por una sola vez, conseguía hacer lo correcto.
Exhausta. Desilusionada. Vulnerable. Inútil. Sin horizontes. Así era yo el día 30 de agosto del año 2006 cuando supe que había llegado el momento de quemar mi último cartucho y demostrarme a mí misma que aún conservaba cierta dignidad.
III
Desperté en la Unidad de Cuidados Intensivos, desorientada y dolorida. Con los ojos busqué a alguien que pudiera darme cualquier tipo de explicación. Pronto se acercó una enfermera. Me susurró palabras cariñosas y consoladoras que me tranquilizaron y tras las cuales volví a sumergirme en un raro sueño inducido, cálido y reconfortante.
Cuando abrí los ojos por segunda vez, miré mis muñecas vendadas y supe tampoco esta vez se había escuchado mi voz.
Tras este hecho mi vida cambió por completo. A la algarabía del gusanillo se sumó ahora el deambular de uno a otro psiquiatra, de un psicólogo a otro. Mamá, Luisa y Marina me acompañaban. La falsa normalidad con la que se dirigían a mí, las miradas de preocupación que intercambiaban entre sí y el llanto mal disimulado de mi madre me hicieron dudar por vez primera de lo acertado de aquella drástica decisión y esta duda persistió frente al persuasivo susurro de mi enemigo.
Las visitas a los especialistas en la mente humana me resultaban desagradables y lejos de ayudarme a ordenar mi pensamiento, lo enmarañaban aún más con sus diagnósticos contradictorios y precipitados que siempre terminaban con la prescripción de un buen número de fármacos. Pero mamá y sus filosofías de la vida me impidieron rendirme. “¿No te das cuenta de lo difícil que es encontrar un par de zapatos que sean bonitos y a la vez no nos hagan daño? Y no por eso dejamos de usar zapatos; sólo tenemos que visitar más zapaterías y probar más modelos”
Y así hicimos. Continuamos probando zapatos y zapatos hasta el día en que entramos en la consulta de una doctora de aspecto distraído que se dirigió a mí mirándome por encima de las gafas y con una amplia sonrisa. Me soltó una retahíla de preguntas y a medida que las respondía iba creciendo en mí la certeza de que ella sí me escuchaba.
Cuando hubo acabado su evaluación, se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y, mirándome fijamente a los ojos, expuso sus conclusiones. Me dijo que yo era algo así como una anoréxica del alma. No importaba cuánto me esforzará en aumentar mi valía, yo nunca sería lo suficientemente buena para mí misma. Me miraba en un espejo distorsionado en el que intentaba ver reflejada una imagen bien definida, algo imposible de conseguir sobre semejante superficie. Finalmente añadión que creía poder ayudarme, aunque yo debía tener claro que la curación no vendría por sí sola, sino que sería el resultado de un largo proceso que exigiría tenacidad, confianza y esfuerzo.
Sentí que una ráfaga de aire fresco me rozaba el rostro. Eso era lo que yo necesitaba: ayuda. No quería un gurú que le pusiera nombre a cualesquiera que fueran mis trastornos y enfermedades, sino a alguien que entendiera lo que me ocurría y me ayudara a sobrellevar mi vida.
Ese fue, sin duda, un día muy importante para mí.
En una de nuestras sesiones le hablé del gusanillo del que nunca antes había hablado con nadie.
- ¿Sabes? La historia de ese gusanillo me ha recordado el juego del oso polar. Verás. Imagínate durante unos segundos un oso polar, blanco y grande. Ahora, piensa en cualquier otra cosa, pero, ¡ojo!, NO en el oso blanco. ¿Te resulta difícil? Pues, esfuérzate. Piensa en algo que no sea el gran oso blanco; puede ser lo que quieras, pero no dejes que en tu mente aparezca el oso blanco. ¿No lo consigues? ¡Ja, ja! Claro que no. Y lo mismo te ha estado ocurriendo con tu gusano.
Así que llevaba toda mi vida intentando controlar a ese enemigo que había crecido en mi interior y resultaba que cada vez que trataba de impedir sus movimientos solo lograba que se moviera con mayor violencia y se hiciera más fuerte. Él era el oso blanco que ocupaba mi pensamiento, sólo porque me había empeñado en borrarlo.
- El gusanillo es tu compañero de viaje, un compañero molesto y protestón, pero compañero al fin. Tú puedes decidir dedicar tu tiempo a mandarlo estarse quieto y callado, es decir, a tratar de educarlo, o, en su lugar, puedes concentrarte en el camino que conduce a donde tú quieres llegar.
Cuando abrí los ojos por segunda vez, miré mis muñecas vendadas y supe tampoco esta vez se había escuchado mi voz.
Tras este hecho mi vida cambió por completo. A la algarabía del gusanillo se sumó ahora el deambular de uno a otro psiquiatra, de un psicólogo a otro. Mamá, Luisa y Marina me acompañaban. La falsa normalidad con la que se dirigían a mí, las miradas de preocupación que intercambiaban entre sí y el llanto mal disimulado de mi madre me hicieron dudar por vez primera de lo acertado de aquella drástica decisión y esta duda persistió frente al persuasivo susurro de mi enemigo.
Las visitas a los especialistas en la mente humana me resultaban desagradables y lejos de ayudarme a ordenar mi pensamiento, lo enmarañaban aún más con sus diagnósticos contradictorios y precipitados que siempre terminaban con la prescripción de un buen número de fármacos. Pero mamá y sus filosofías de la vida me impidieron rendirme. “¿No te das cuenta de lo difícil que es encontrar un par de zapatos que sean bonitos y a la vez no nos hagan daño? Y no por eso dejamos de usar zapatos; sólo tenemos que visitar más zapaterías y probar más modelos”
Y así hicimos. Continuamos probando zapatos y zapatos hasta el día en que entramos en la consulta de una doctora de aspecto distraído que se dirigió a mí mirándome por encima de las gafas y con una amplia sonrisa. Me soltó una retahíla de preguntas y a medida que las respondía iba creciendo en mí la certeza de que ella sí me escuchaba.
Cuando hubo acabado su evaluación, se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y, mirándome fijamente a los ojos, expuso sus conclusiones. Me dijo que yo era algo así como una anoréxica del alma. No importaba cuánto me esforzará en aumentar mi valía, yo nunca sería lo suficientemente buena para mí misma. Me miraba en un espejo distorsionado en el que intentaba ver reflejada una imagen bien definida, algo imposible de conseguir sobre semejante superficie. Finalmente añadión que creía poder ayudarme, aunque yo debía tener claro que la curación no vendría por sí sola, sino que sería el resultado de un largo proceso que exigiría tenacidad, confianza y esfuerzo.
Sentí que una ráfaga de aire fresco me rozaba el rostro. Eso era lo que yo necesitaba: ayuda. No quería un gurú que le pusiera nombre a cualesquiera que fueran mis trastornos y enfermedades, sino a alguien que entendiera lo que me ocurría y me ayudara a sobrellevar mi vida.
Ese fue, sin duda, un día muy importante para mí.
En una de nuestras sesiones le hablé del gusanillo del que nunca antes había hablado con nadie.
- ¿Sabes? La historia de ese gusanillo me ha recordado el juego del oso polar. Verás. Imagínate durante unos segundos un oso polar, blanco y grande. Ahora, piensa en cualquier otra cosa, pero, ¡ojo!, NO en el oso blanco. ¿Te resulta difícil? Pues, esfuérzate. Piensa en algo que no sea el gran oso blanco; puede ser lo que quieras, pero no dejes que en tu mente aparezca el oso blanco. ¿No lo consigues? ¡Ja, ja! Claro que no. Y lo mismo te ha estado ocurriendo con tu gusano.
Así que llevaba toda mi vida intentando controlar a ese enemigo que había crecido en mi interior y resultaba que cada vez que trataba de impedir sus movimientos solo lograba que se moviera con mayor violencia y se hiciera más fuerte. Él era el oso blanco que ocupaba mi pensamiento, sólo porque me había empeñado en borrarlo.
- El gusanillo es tu compañero de viaje, un compañero molesto y protestón, pero compañero al fin. Tú puedes decidir dedicar tu tiempo a mandarlo estarse quieto y callado, es decir, a tratar de educarlo, o, en su lugar, puedes concentrarte en el camino que conduce a donde tú quieres llegar.
IV
Hoy siento miedo y ese miedo me asusta por lo que es y por lo que podría ser. Duele esta tristeza sin sentido, el intenso latir de las sienes, el saber que esto puede ser el inicio del bucle que me sumerge en la tiniebla. No quiero sentirme así.
No quiero estar enferma. No quiero perder el dominio de mi propia vida. No voy a dejar que ese maldito gusano dirija el viaje de mi vida. Le enviaré a su posición de copiloto, silencioso y hierático. Esta vez no me ganará porque ahora estoy preparada y porque esta vez no estoy sola.
En este momento mamá aparece por la puerta con un vaso de agua en una mano y una pastillita rosa en la otra. ¡Justo lo que necesito! Le doy las gracias y coloco la pastilla bajo la lengua. Pronto me sentiré más tranquila y entonces me esforzaré en pasar este día, porque… mañana… quién sabe; tal vez mañana todo haya pasado… o tal vez no. En todo caso tengo claro que soy fuerte y que con ayuda podré vencer de nuevo a este latoso compañero que me ha tocado en este viaje.
No quiero estar enferma. No quiero perder el dominio de mi propia vida. No voy a dejar que ese maldito gusano dirija el viaje de mi vida. Le enviaré a su posición de copiloto, silencioso y hierático. Esta vez no me ganará porque ahora estoy preparada y porque esta vez no estoy sola.
En este momento mamá aparece por la puerta con un vaso de agua en una mano y una pastillita rosa en la otra. ¡Justo lo que necesito! Le doy las gracias y coloco la pastilla bajo la lengua. Pronto me sentiré más tranquila y entonces me esforzaré en pasar este día, porque… mañana… quién sabe; tal vez mañana todo haya pasado… o tal vez no. En todo caso tengo claro que soy fuerte y que con ayuda podré vencer de nuevo a este latoso compañero que me ha tocado en este viaje.