Esta tarde, a las 8, la sala del Club de Prensa de La Nueva España (Oviedo) estaba repleta de gente que había acudido a la llamada de Tribuna Ciudadana y el Club de Prensa Asturiana para escuchar a la escritora y periodista Elvira Lindo, quien demostró ser una gran habladora, que no oradora.
"Escribir en dos ciudades: Nueva York y Madrid" le sirvió a la "mamá" del entrañable Manolito Gafotas para hacer un repaso por su biografía profesional hasta llegar al punto culminante en el que ella y su marido, el también escritor Antonio Múñoz Molina, decidieron abandonar España e instalarse en Nueva York por un periodo de dos años que resultó ser ampliable.
Aunque fue necesario sobrellevar la soledad de los primeros meses y aprender a enfrentarse a las dificultades que en el día a día plantea una sociedad marcadamente burocrática, lo cierto es que ni Elvira ni Antonio
renunciarían hoy en día a su vida neoyorquina que, no sabemos cómo, han logrado compatibilizar con largas estancias en Madrid.

Para la escritora, su traslado a Nueva York a una edad en la que muchos ya no esperan grandes sorpresas de la vida, supuso la oportunidad de enfrentar dos culturas, identificar los rasgos que definen la idiosincrasia española, superar prejuicios y adoptar aquellas formas de comportarse y pensar de los americanos que en su opinión podrían enriquecerla como periodista y como persona.
La charla resultó refrescante por lo que de "exótico" tiene la vida de una periodista, guionista, escritora y actriz ocasional, casada con uno de los grandes novelistas españoles del momento, para quienes desempeñamos trabajos menos glamourosos y nos movemos en círculos culturales distintos. Por lo demás, Elvira no se mostró especialmente ingeniosa y sus opiniones personales parecían adolecer de falta de reflexión.
Pero hubo algo realmente bueno en la perorata de Elvira Lindo: el relato de una anécdota que en su día puso por escrito para El País bajo el título de El cura y el ángel. Excelente material para una novela.
Elvira era por aquellos días una mujer sola en Nueva York. Sola, extranjera y desbordada por los problemas que la mudanza a un nuevo apartamento estaba ocasionándole. En aquellas condiciones creyó ver un halo sobre la cabeza del contratista que apareció en su vida para pintar las paredes y acabó quedándose en ella para hacer que su existencia fuese un poco menos difícil.
Aquel ángel, representante de la gracia celestial en la tierra, habitaba una iglesia de Broadway, un viejo reducto del siglo XIX que había sobrevivido en medio de los neones, teatros y grandes pantallas. Allí compartía habitáculo con el párroco. La Iglesia había querido evitar que el cura, hombre de aspecto ordinario y espíritu extraordinario, compartiese con un ángel la parte de su vida que comenzaba cuando se quitaba el alzacuellos, pero cuando el amor es divino ninguna institución, por más arcaica y sacra que ésta sea, puede marcar sus límites. Por eso, al atardecer, cuando el cura episcopaliano, que ya no católico, llegaba al cuarto piso de la vieja iglesia de Broadway y abría la puerta, le recibía el cálido saludo de su ángel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario